miércoles, 24 de febrero de 2010

Bites y "podcas"

Con un taza de café caliente en mi mano, junto a la ventana, imagino a mi pelirrojo mirando por la suya. Los ojos entrecerrados, somnolientos. Con un pútrido aliento resacoso y casi una lágrima cayendo por su rostro al comprobar que la ventana situada frente a la suya simplemente no existe. Es un muro. Un muro de repugnante ladrillo rojo. Lo único que le había hecho disfrutar de su último sueño no había sido más que eso, un etílico sueño. Por otra parte, igual la historia hubiera dañado alguna que otra sensibilidad fácilmente excitable.

Y ahora que hago con él. ¿Dónde le mando? En ese estado tan lamentable incluso a mi me da pena obligarle a moverse, a arrastrarse hasta la calle. Así que tendré que ser yo el que se mueva. Lo mismo me acerco a la tienda donde compré el móvil a ver si alguien es capaz de explicarme eso de la realidad aumentada que se puede tener en un programa. Aunque casi me pica más la curiosidad por saber cómo se puede aumentar la realidad y que siga siendo real. Será que no entiendo mucho de tecnología y me despistan los palabros, o que siempre me preocuparon un carajo todos los bites del universo.

Después de perder un par de horas en la tienda sigo en las mismas. Sigo sin entender que es eso de la realidad aumentada, pero mis nuevos auriculares suenan muy bien, ahora ya puedo escuchar la música de mi teléfono vaya donde vaya, incluso me han dicho que puedo escuchar programas de radio, creo que la rubia de prominentes, y operados, labios los ha llamado podcas o algo así, tendré que buscar dónde se pueden conseguir. A lo peor encuentro alguno que me guste.

jueves, 11 de febrero de 2010

La mirada indiscreta

Mi pelirrojo personaje aún anda sin moverse hoy. No ha conseguido levantarse de la cama. Anoche pasó alguna que otra hora taciturna entre trago y trago de bar en bar echándose al colate todo el ron que caía en sus manos y pudo pagar con su maltrecha tarjeta de crédito. Al llegar a casa abrió la ventana con la intención de sacar por ella su cara a ver si el fresco de la noche conseguía llevarse alguna de las nubes que nublaban su pensamiento. Levantó la persiana. Agarró tras varios intentos la manija y tiro de ella abriendo la ventana de par en par. Dejó durante un rato que la brisa nocturna le pegase en la cara de lleno, con sus ojos cerrados, mientras un leve bamboleo le trasladaba a la cubierta de algún imaginario barco. Volvió a recuperar la vista posándola en la única luz encendida del edificio de enfrente. Una hermosa silueta desnuda recorría la estancia. Y aunque no tenía muy claro si era sólo fruto de su imaginación o no, su cuerpo reaccionó de la manera más real posible. Aquel cuerpo voluptuoso se movía sin parar, desnudo, terso y firme. Una y otra vez pasaba frente a la ventana dejando que la luz dibujase sombras deformes sobre su piel. Poco a poco iba amontonando ropa en una especie de butaca, una falda, una blusa blanca. Y se paró. Ese cuerpo desnudo paró como si quisiera que le observasen. La larga línea de la espalda dibujaba un torso perfecto de curvas imparables en las que se perdía su mente una y otra vez. Y con calma levantó una pierna mientras comenzaba a colocar en ella una media que parecía no tener fin. Después vino la otra, dejando que una corta melena rozase sus hombros. Tras las medias vino la falda. Corta, negra y en apariencia suave, como no iba a serlo. Las piernas fueron entrando despacio por ella firmemente guiadas por unas ágiles manos blancas, casi pálidas. Girando su cuerpo sobre si mismo recogió la blusa. Blanca, impoluta. De cara a la ventana se la coloco sobre su torso. Parecía una segunda piel. Con la luz llegándole desde su espalda la blusa se transparentaba dejando entrever un bonito y pequeño pecho que a pesar de ya haber disfrutado de su desnudez, resultaba más sensual si cabe. Y aquí parecía acabar la función. Pero se detuvo de nuevo. Algo había olvidado recoger. Se agacho de nuevo. Que culo, por dios. Y al levantarse en su mano apareció el brillo metálico de un cuchillo. Era enorme en sus manos. Lo dejó sobre un mueble y desapareció de su vista, pero ese tiempo le supuso un doble disparo sobre su etílica mente. Uno por el impacto del cuchillo. Otro por darse cuenta de cuanto le había excitado el suceso, el cuchillo, como una asesina fría e implacable que pudiese acabar con su vida de mil maneras distintas. Retrocedió hasta el sofá y se dejó caer sobre él con la seguridad de no poder recordar al día siguiente si aquello fue real o simplemente un sueño provocado por los vapores alcohólicos del buen ron dominicano. Al menos había podido disfrutar de ello. Más de lo que conseguía en su diaria sobriedad.