Un nuevo día en Tokyo. De nuevo el mismo barrio que los dos primeros días. La ventaja es que tardamos poco en llegar al metro, conocemos el camino, y de ahí a la estación de tren. Hacia
Nikko. Hay un dicho japonés que dice "no puedes decir que sabes lo que es la belleza hasta que hayas visto Nikko". Quizá sea un poco excesivo, pero allá vamos... por si acaso.
En el tren vamos prácticamente solos, junto a una familia un tanto peculiar, una abuela, japonesa, una madre, que no es japonesa y su hija que tampoco es japonesa pero habla japonés... inglés, ruso... así que el viaje no es muy aburrido.
Llegamos a la estación de Nikko y entramos en una oficina de turismo a conseguir un mapa y algo de información, sencillo, nos dan todo en inglés. Para llegar a la zona donde se agrupan los templos tenemos que atravesar todo el pueblo, andando por una calle comercial, lógico, por ella andan todos los turistas, llena de tiendas de recuerdos, restaurantes, hoteles con onsen...
Al final de la calle está el puente sobre el río,
Shinkyo, en el que se transformaron las dos serpientes sobre las que llego
Shodo Shonin (el fundador del primer templo de Nikko), pintado de rojo que da acceso a las escaleras que introduciéndose en la montaña llevan hasta los templos. Subimos las escaleras, no hay mucha gente, no hay mucho ruido... aún. Al final hay una placita con una fuente, en ella un dragón y sobre ella la figura de un monje. Compramos las entradas para los templos, 1000 yens, ¡¡no está mal!! y empezamos la visita.
El recinto de
Rinno-ji abarca quince templos y es patrimonio de la humanidad, ¡como para verlos todos! El primero que entramos a ver es uno de los más impresionantes, aunque por fuera no lo parezca, Sanbutsu-Do, guarda tres estatuas de ocho metros cada una de
Buda Amida,
Senju Kannon y
Bato Kannon así como más tesoros que aunque llamen menos la atención son igual de importantes, sutras, estatuas... salimos del edificio y caminamos en busca del segundo que podemos visitar con nuestras entradas. Jardines, linternas, altares...
Aunque ya habíamos visto el principal reclamo de Nikko, aún nos quedaban varios símbolos más de la ciudad. Para ver uno de los más conocidos atravesamos varios caminos por la montaña hasta llegar al Tori Ishidori junto a una pagoda, unas escaleritas y tras ellas, en otro edificio más, los
tres monos. Esos que todo el mundo conoce pero nadie sabe de donde salen... uno con las manos tapándose la boca, otro los ojos y otro las orejas, pues esos. Todo el mundo se agolpa a su alrededor haciéndose fotos, así que ¡no íbamos a ser menos!
Unas cuantas fotos después seguimos con la ruta subiendo más escaleras para entrar por la gran puerta Yomeimon de nueve metros de altura completamente decorada con todo tipo de animales, flores, dioses y los guardianes Nio.
Otra de las razones por las que Nikko es conocido es por tener entre sus edificios el mausoleo de
Tokugawa Ieyatsu, uno de los shogun más importantes del Japón feudal, que se encuentra en el recinto de
Futurasan Jinja. Para llegar a su tumba hay que pagar, atravesar otra puerta más y antes de subir nosecuantosescalones encontramos otro símbolo más. Un gato. Que si,
Jingoro, el gato durmiente. Pero el caso es que el mausoleo es más impresionantes por el sitio que por el mismo, tampoco es para tanto, la verdad, pero bueno, para una vez que uno llega hasta allí...
Otro de los edificios que pudimos ver (y del que no recuerdo el nombre) resultó bastante curioso. El techo del mismo está completamente llenos de otro de los símbolos de la ciudad. Dragones. Los encuentras en todos los techos, las mamparas de separación, paredes, en cuadros, en madera... dragones por todas partes. Pero este es un tanto especial. Cuando llegamos un monje estaba explicando, en japonés, el porqué es tan especial ese edificio. Mientras hablaba y gesticulaba, estaba claro que estaba haciendo algún tipo de referencia al dragón gigante del techo mientras se acercaba a dos bastones de madera. Los cogió con las manos. Los separó y los golpeó. Con fuerza. Y sonó, pero no más de lo que uno espera. Después se movió hacia otra parte del edificio y volvió a hacer lo mismo con el mismo resultado. Pero la tercera vez... se colocó bajo el dragón, junto a la zona principal del altar... ¡madre mía! el mismo golpe produjo tal resonancia que el sonido se seguía escuchando como un zumbido muchos segundos después retumbando por toda la sala. ¡El rugido de riu!
Y ya saturados de tanto edificio, tanta decoración, tanto turista llegamos al último de los templos para los que nos servía la entrada. La verdad es que no sabría explicar ni lo que vimos. Lo que si recuerdo es que había varias monjas por allí circulando con sus túnicas blancas y naranjas y poco más, ah sí, un Tori para salir y marcharnos a comer... ¡que ya toca!
Un tazón de fideos después volvíamos por la calle principal de las tiendas hacia la estación pero... en una tienda vendían dragones pintados a mano, además al momento, así que entramos a preguntar precio y nos quedamos prendados. No mucho. Tres horas y media. Quince dragones en total. Paso palabra. El caso es que cuando salimos de la tienda el pueblo estaba desierto. Nadie por las calles, las tiendas vacías, los restaurantes cerrados. ¿Y la estación? Ya dudábamos de si tendríamos tren para volver a Tokyo o no. Pero si, había uno esperándonos en la estación.
Última noche en el Aizuya, lástima.