jueves, 11 de febrero de 2010

La mirada indiscreta

Mi pelirrojo personaje aún anda sin moverse hoy. No ha conseguido levantarse de la cama. Anoche pasó alguna que otra hora taciturna entre trago y trago de bar en bar echándose al colate todo el ron que caía en sus manos y pudo pagar con su maltrecha tarjeta de crédito. Al llegar a casa abrió la ventana con la intención de sacar por ella su cara a ver si el fresco de la noche conseguía llevarse alguna de las nubes que nublaban su pensamiento. Levantó la persiana. Agarró tras varios intentos la manija y tiro de ella abriendo la ventana de par en par. Dejó durante un rato que la brisa nocturna le pegase en la cara de lleno, con sus ojos cerrados, mientras un leve bamboleo le trasladaba a la cubierta de algún imaginario barco. Volvió a recuperar la vista posándola en la única luz encendida del edificio de enfrente. Una hermosa silueta desnuda recorría la estancia. Y aunque no tenía muy claro si era sólo fruto de su imaginación o no, su cuerpo reaccionó de la manera más real posible. Aquel cuerpo voluptuoso se movía sin parar, desnudo, terso y firme. Una y otra vez pasaba frente a la ventana dejando que la luz dibujase sombras deformes sobre su piel. Poco a poco iba amontonando ropa en una especie de butaca, una falda, una blusa blanca. Y se paró. Ese cuerpo desnudo paró como si quisiera que le observasen. La larga línea de la espalda dibujaba un torso perfecto de curvas imparables en las que se perdía su mente una y otra vez. Y con calma levantó una pierna mientras comenzaba a colocar en ella una media que parecía no tener fin. Después vino la otra, dejando que una corta melena rozase sus hombros. Tras las medias vino la falda. Corta, negra y en apariencia suave, como no iba a serlo. Las piernas fueron entrando despacio por ella firmemente guiadas por unas ágiles manos blancas, casi pálidas. Girando su cuerpo sobre si mismo recogió la blusa. Blanca, impoluta. De cara a la ventana se la coloco sobre su torso. Parecía una segunda piel. Con la luz llegándole desde su espalda la blusa se transparentaba dejando entrever un bonito y pequeño pecho que a pesar de ya haber disfrutado de su desnudez, resultaba más sensual si cabe. Y aquí parecía acabar la función. Pero se detuvo de nuevo. Algo había olvidado recoger. Se agacho de nuevo. Que culo, por dios. Y al levantarse en su mano apareció el brillo metálico de un cuchillo. Era enorme en sus manos. Lo dejó sobre un mueble y desapareció de su vista, pero ese tiempo le supuso un doble disparo sobre su etílica mente. Uno por el impacto del cuchillo. Otro por darse cuenta de cuanto le había excitado el suceso, el cuchillo, como una asesina fría e implacable que pudiese acabar con su vida de mil maneras distintas. Retrocedió hasta el sofá y se dejó caer sobre él con la seguridad de no poder recordar al día siguiente si aquello fue real o simplemente un sueño provocado por los vapores alcohólicos del buen ron dominicano. Al menos había podido disfrutar de ello. Más de lo que conseguía en su diaria sobriedad.

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