Nuestro segundo día en Kyoto empieza suavecito, un desayuno en la estación de tren y a buscar un autobús que nos acerque a otro de los sitios que llevaba en la agenda. Kinkakuji, el Pabellón Dorado. Por suerte un empleado de la estación nos indica en perfecto japonés cual tenemos que coger y a que horas sale.
El viaje le obviamos, como cualquier otro autobús pero con más japoneses y algún que otro guiri.
Llegamos a la zona de Kinkakuji y tras hacerle una foto a una amable mujer con kimono llegamos a la entrada. En pocos metros llegamos al lago. Un espejo en el que se refleja el pabellón, dorado, tranquilo. Lastima del viento que agita la superficie del agua rompiendo el reflejo del templo. Fotos y más fotos rodeados de gente haciendo las mismas fotos que nosotros y nosotros las mismas que ellos. Algo habrá que hacer con ellas en casa para que sean distintas.
Seguimos andando por el camino marcado, alrededor del templo en el que están celebrando una ceremonia, no sabemos de que, tampoco podemos acercarnos más. Seguimos como ovejitas entre los árboles, alguna garza, más jardines. Un grupo de estatuillas con un cuenco marca un sitio de parada para que todos los que por allí pasamos intentemos meter en el susodicho alguna que otra moneda. Los niños se lo pasan en grande cada vez que lo consiguen.
Seguimos subiendo por el camino hasta otro templete haciendo fotos a todos y todas las que me dejan mientras seguimos viendo el pabellón desde todos los ángulos posibles. Y al final... tiendas, recuerdos baratitos para turistas y otro templete donde la gente si se para a rezar. De aquí me quedo con la imagen del pabellón y con la vendedora de té que amablemente me ofrece un vaso mientras deja que la saque alguna que otra foto.
Nos hemos dado cuenta de que una de las zonas no la hemos visto al entrar, así que decidimos volver a la puerta a ver si conseguimos saber porqué. Le preguntamos a un chico con uniforme y entre sonrisas nos contesta que hay que pagar como 5000 yenes por entrar en esa parte. Al sorprendernos del precio le preguntamos que hay que ver. Su respuesta... se encoge de hombros y nos dice... "ni idea", arreglos florales, ikebana, pero nos dice... tsssss, no digáis nada que me metéis en un lío, je.
Salimos de allí en busca del Ryoanji, el jardín zen más conocido de todo Japón y de todo el mundo, todo el mundo ha visto fotos del jardín aunque no sepa lo que es. Al llegar lo que te encuentras es un jardín con un laguito, una pequeña isla con un tori unido al resto del jardín con un puente de piedra... sólo falta que los cerezos estuviesen todos en flor. Nos descalzamos para entrar al templo en el que está el jardín y dejamos los trípodes en la entrada. Pocos pasos más allá está el jardín. Piedras. Círculos. Todas en perfecto orden durante 500 años. Habrá quién no se lo crea, pero sentarte frente a esas piedras, concentrarte en los círculos del jardín, hace que entres en un estado mental curioso en el que parece que el resto del mundo desaparece mientras lo contemplas. Tras recuperar la conciencia del lugar en el que me encontraba me levanté para seguir con la visita al templo. Tras rodearle entero vi un grupo de chicas vestidas con kimono a las que pedí permiso para hacerles fotos, dijeron que si, así que volví a recorrerme el templo entero con ellas mientras las fotografiaba entre risas y alguna que otra charla corta en inglés.
Al salir del templo al jardín seguimos andando entre árboles, tranquilos hasta la salida. Nuestro camino llegaba hasta otro templo, Yomei Bunko. Al subir las escaleras que te llevan a la entrada nos encontramos con el templo principal en el que un monje estaba limpiando los tatami. Será que nos escuchó llegar porqué me pregunto si eramos españoles y resultó que hablaba un poquito de español. Tras una corta conversación me permitió entrar hasta el altar, la zona reservada a los monjes, incluso me dejó fotografiar la parte principal, las ofrendas de comida... una de esas cosas que nunca se olvidan. Junto al templo un conjunto de estatuas de budas y una campana gigante que también hicimos sonar con el beneplácito del monje, por supuesto.
Y otro paseito hasta el Ninnaji, un recinto enorme con varios templos y una especie de residencia envuelta entre dos jardines. Un jardín zen seco con su arena alineada y tras otro pequeño edificio un jardín japonés clásico, con su laguito, sus arboles podados como bonsais, faroles... y un altar. Todo tan en calma que no puedes evitar que la atmósfera se te incruste en cada poro.
Seguimos recorriendo todo el recinto entre edificios de templos, una pagoda, jardines, sakura, y haciendo fotos claro hasta que ya no podíamos distinguir más detalles de lo que veíamos. En ese punto decidimos acabar con las visitas, total, ya no quedaría nada más abierto, así que pensamos en ir andando sin rumbo fijo, eso si, después de comernos unos fideitos y arroz.
Tras comer recorremos calles pequeñas donde no se ve ningún turista, sólo gente del barrio, Tojiin, con tiendas locales, un pequeño mercadillo de libros y cds de segunda mano... hasta llegar a dos calles llenas de recintos de templos por los que se puede caminar sin más, así lo hacemos. La luz ya es bastante anaranjada, así que las fotos han quedado bastante bien. Y con las mismas llegamos hasta la estación de tren, pero como es pronto decidimos andar un poco más, sin rumbo fijo, sólo por andar en dirección opuesta a los pocos turistas que veíamos. Al final del paseo nos encontramos con una tienda de bonsáis increíbles. El dueño nos ve asomarnos y sale, nos abre la puerta y nos invita a entrar. Un paseo sin rumbo se convierte en un buen rato viendo como el jardinero da forma por completo a un pequeño arbolito que apenas era una espiga con cinco o seis ramas y acaba convertido en un precioso bonsái de formas sinuosas y equilibradas, eso si, repleto de alambre.
Contentos con el hayazgo volvemos a la estación y cogemos un tren que nos deja muy cerca del castillo de Kyoto que está iluminado, así que no debe estar mal del todo verlo a esas horas. Por el camino nos encontramos con un pequeño restaurante de teriyaki... allá que vamos, ¡que rico el pollo! Y un paseo alrededor del castillo después de nuevo hacia la estación, ya hacia el ryokan donde dormíamos. Pero claro, al llegar, pues ya se sabe, el ruido de las copas de sake nos atrae una noche más hacia una sakería, cerquita de la cama, por si acaso.
El viaje le obviamos, como cualquier otro autobús pero con más japoneses y algún que otro guiri.

Seguimos andando por el camino marcado, alrededor del templo en el que están celebrando una ceremonia, no sabemos de que, tampoco podemos acercarnos más. Seguimos como ovejitas entre los árboles, alguna garza, más jardines. Un grupo de estatuillas con un cuenco marca un sitio de parada para que todos los que por allí pasamos intentemos meter en el susodicho alguna que otra moneda. Los niños se lo pasan en grande cada vez que lo consiguen.
Seguimos subiendo por el camino hasta otro templete haciendo fotos a todos y todas las que me dejan mientras seguimos viendo el pabellón desde todos los ángulos posibles. Y al final... tiendas, recuerdos baratitos para turistas y otro templete donde la gente si se para a rezar. De aquí me quedo con la imagen del pabellón y con la vendedora de té que amablemente me ofrece un vaso mientras deja que la saque alguna que otra foto.
Nos hemos dado cuenta de que una de las zonas no la hemos visto al entrar, así que decidimos volver a la puerta a ver si conseguimos saber porqué. Le preguntamos a un chico con uniforme y entre sonrisas nos contesta que hay que pagar como 5000 yenes por entrar en esa parte. Al sorprendernos del precio le preguntamos que hay que ver. Su respuesta... se encoge de hombros y nos dice... "ni idea", arreglos florales, ikebana, pero nos dice... tsssss, no digáis nada que me metéis en un lío, je.
Salimos de allí en busca del Ryoanji, el jardín zen más conocido de todo Japón y de todo el mundo, todo el mundo ha visto fotos del jardín aunque no sepa lo que es. Al llegar lo que te encuentras es un jardín con un laguito, una pequeña isla con un tori unido al resto del jardín con un puente de piedra... sólo falta que los cerezos estuviesen todos en flor. Nos descalzamos para entrar al templo en el que está el jardín y dejamos los trípodes en la entrada. Pocos pasos más allá está el jardín. Piedras. Círculos. Todas en perfecto orden durante 500 años. Habrá quién no se lo crea, pero sentarte frente a esas piedras, concentrarte en los círculos del jardín, hace que entres en un estado mental curioso en el que parece que el resto del mundo desaparece mientras lo contemplas. Tras recuperar la conciencia del lugar en el que me encontraba me levanté para seguir con la visita al templo. Tras rodearle entero vi un grupo de chicas vestidas con kimono a las que pedí permiso para hacerles fotos, dijeron que si, así que volví a recorrerme el templo entero con ellas mientras las fotografiaba entre risas y alguna que otra charla corta en inglés.
Al salir del templo al jardín seguimos andando entre árboles, tranquilos hasta la salida. Nuestro camino llegaba hasta otro templo, Yomei Bunko. Al subir las escaleras que te llevan a la entrada nos encontramos con el templo principal en el que un monje estaba limpiando los tatami. Será que nos escuchó llegar porqué me pregunto si eramos españoles y resultó que hablaba un poquito de español. Tras una corta conversación me permitió entrar hasta el altar, la zona reservada a los monjes, incluso me dejó fotografiar la parte principal, las ofrendas de comida... una de esas cosas que nunca se olvidan. Junto al templo un conjunto de estatuas de budas y una campana gigante que también hicimos sonar con el beneplácito del monje, por supuesto.

Seguimos recorriendo todo el recinto entre edificios de templos, una pagoda, jardines, sakura, y haciendo fotos claro hasta que ya no podíamos distinguir más detalles de lo que veíamos. En ese punto decidimos acabar con las visitas, total, ya no quedaría nada más abierto, así que pensamos en ir andando sin rumbo fijo, eso si, después de comernos unos fideitos y arroz.
Tras comer recorremos calles pequeñas donde no se ve ningún turista, sólo gente del barrio, Tojiin, con tiendas locales, un pequeño mercadillo de libros y cds de segunda mano... hasta llegar a dos calles llenas de recintos de templos por los que se puede caminar sin más, así lo hacemos. La luz ya es bastante anaranjada, así que las fotos han quedado bastante bien. Y con las mismas llegamos hasta la estación de tren, pero como es pronto decidimos andar un poco más, sin rumbo fijo, sólo por andar en dirección opuesta a los pocos turistas que veíamos. Al final del paseo nos encontramos con una tienda de bonsáis increíbles. El dueño nos ve asomarnos y sale, nos abre la puerta y nos invita a entrar. Un paseo sin rumbo se convierte en un buen rato viendo como el jardinero da forma por completo a un pequeño arbolito que apenas era una espiga con cinco o seis ramas y acaba convertido en un precioso bonsái de formas sinuosas y equilibradas, eso si, repleto de alambre.
Contentos con el hayazgo volvemos a la estación y cogemos un tren que nos deja muy cerca del castillo de Kyoto que está iluminado, así que no debe estar mal del todo verlo a esas horas. Por el camino nos encontramos con un pequeño restaurante de teriyaki... allá que vamos, ¡que rico el pollo! Y un paseo alrededor del castillo después de nuevo hacia la estación, ya hacia el ryokan donde dormíamos. Pero claro, al llegar, pues ya se sabe, el ruido de las copas de sake nos atrae una noche más hacia una sakería, cerquita de la cama, por si acaso.
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