jueves, 13 de noviembre de 2008

DIARIO DE VIAJE. EGIPTO III

Día 28. Tras una noche de navegación despertamos en el puerto de Edfú, la siguiente etapa del viaje. El despertar fue curioso porque desde las ventanas del barco podíamos ver el puerto y los dos policías que “guardaban” la puerta por la que teníamos que descender a tierra. Como vimos que la cosa iba par largo me subí a la terraza del barco para poder hacer fotos desde arriba, y vaya si hice. A los policías, a los puestos de ropas y baratijas que, mira tu que casualidad, hay frente a los amarres de los barcos, a la gente que por allí pululaba.


Esta fue la parte más interesante. Aún era pronto y no había mucho turista por la calle, con lo que los dueños de las tiendas iban de un lado para otro colocando mercancías y hablando entre de ellos, vete a saber de qué, pero al menos entre tanto guiri se podía “disfrutar” un poco viendo como actuaban los egipcios entre sí cuando no están pendientes de los turistas, las ventas y demás.

Cuando por fin pudimos bajar del barco pude observar como nuestro guía, con gran disimulo, le pasó a uno de los guardias un “pequeño” fajo de billetes mientras le daba un pequeño abrazo que, por supuesto, el policía le devolvió con agrado. Fue la primera vez que vi a Sayed hacer algo así pero no fue la última ni mucho menos.

La razón de la parada en Edfú era ver el templo que lleva el mismo nombre, dedicado al dios halcón, Horus, y que además es el mejor conservado de todo Egipto. Pero lo que no sabíamos era la forma en la que íbamos a llegar hasta el templo en sí. La respuesta tardamos poco en descubrirla. Frente a los barcos pararon varias calesas que fueron nuestro transporte. No digo que un paseo en calesa no sea curioso, pero no contaba con ello.

El caso es que atravesamos la ciudad en nuestros carritos mientras los caballos esquivaban coches, motos, viandantes y demás faunas locales hasta llegar al recinto sagrado. Como en casi todas las zonas turísticas no podían faltar las tiendas de recuerdos en las que los vendedores, colocados en la puerta de los establecimientos, se empeñaban en conseguir pararte de cualquier forma posible para intentar venderte su mercancía, lógico por una parte, pero bastante agobiante para algunos que no conseguían quitárselos de encima, algo por otra parte sencillo si te limitabas a no parar contestando, de la mejor forma que se puede, que no, que no y que no todo el rato (la, la, la y más la, que en egipcio es lo mismo). Pero de verdad que con paciencia y buen humor se lleva sin ningún problema, al contrario.

Al final llegamos frente a los pilonos de entrada. La única palabra que se me ocurre es impresionante. Están completos y las dimensiones tanto en altura como en anchura son descomunales, igual que ocurre con los grabados del rey, enormes y lo suficientemente marcados como para que no pudiese llegar otro después que los eliminase.

Con ese marco nos contó Sayed como veían los antiguos habitantes de Egipto el origen del mundo, el origen de las pirámides y su culto como objeto divino surgente del agua primitiva.

Y tras las explicaciones pudimos entrar y disfrutar del templo en todo su esplendor. Al atravesar los pilonos, las puertas, te encuentras con un gran patio de columnas y al fondo del mismo la entrada en sí flanqueada por dos estatuas de Horus, que siempre estaban llenas de turistas ávidos de conseguir la foto en cuestión.

Una vez dentro del templo te encuentras con la primera sala repleta de enormes columnas y cuyas paredes están completamente decoradas con escenas de batallas del faraón, los dioses del templo, ofrendas del faraón a los dioses, pero sin duda hay dos que me llamaron la atención más que las demás. Una no es demasiado grande, pero representa a Alejandro Magno abrazado por el propio Horus. Pretendían demostrar que el Magno era aceptado por el Dios para que a su vez fuera aceptado por lo egipcios como su rey aún siendo extranjero. Y el otro relieve, esta vez mucho más grande, es una barca solar en la que se pueden apreciar sin problemas la figura del faraón, parte de su corte, y diversos objetos y alimentos que el faraón llevaba en su barca tras fallecer para tener comida en la otra vida.

Pero si algo llama especialmente la atención es el juego de perspectivas de las diferentes salas. Poneros en situación. Hablamos de un templo enorme en dimensiones en el que las salas estaban destinadas a diversos personajes dependiendo de su rango dentro de la organización del templo. ¿Qué implicaba esto? Que los habitantes o visitantes de Edfú no podían pasar de las puertas del templo, tenían que permanecer en el patio de columnas viendo lo que ocurría en el interior a través de las puertas. A su vez, en la primera sala era donde se depositaba cada noche la estatua del dios que cada mañana recogía el sumo sacerdote, la ungía en diversos aromas de columna en columna y de sala en sala hasta llegar al sancta sanctórum donde colocaba la estatua.

Esto causaba un problema, el tamaño de la estatua y las proporciones del templo con respecto a ella. Si colocaban una estatua de gran tamaño, como correspondía a Horus y como esperaban los creyentes de la época, sería imposible que el sumo sacerdote pudiera transportarla todos los días. Pero si se hace una pequeña estatua para que el sacerdote pueda moverla, al colocarla en la última sala del templo la relación entre el tamaño de la puerta y la estatua en sí haría que el dios pareciera de tamaño ridículo al ser observado desde el patio. La solución que encontraron sorprende por ingeniosa. Lo que hicieron fue ir haciendo cada puerta de cada sala del templo más pequeña, así la propia perspectiva que se consigue hace que la estatua del dios parezca enorme porque aparentemente tiene el mismo tamaño que la puerta que le guarda y como los observadores no habían pasado nunca del patio pensaban que todas las puertas eran igual de grandes que la primera, es decir, enorme. Ya, que sí, pero poneros en los años en los que se construyó.

En este templo pudimos disfrutar de otra de las explicaciones de Sayed, que tiene por costumbre contar la historia del antiguo Egipto con una especie de teatro en el que los turistas acaban siendo partícipes y protagonistas. En este caso, la leyenda de Horus, sus padres y su hermano, de cómo y porqué perdió el ojo (que tanta gente lleva tatuado sin saber ni lo que es). Esta vez no me tocó salir, pero en Deir el Bahari si, y aunque ahora no recuerde la historia completa si que recuerdo el rato que pasé en ese momento y de la historia… pues más o menos oiga, pero para eso están los libros, ¿no?

Total, que salvando el mal cuerpo que se le puso a una de las chicas de nuestro grupo, la pobre no pudo ver el templo, la visita parecía que terminaba al salir entre los pilonos, pero no. Frente a ellos hay restos de otros edificios del recinto sagrado, y entre ellos vi a un “tipo con su disfraz” de egipcio, despistado, apoyado sobre un muro en ruinas, mirando a ninguna parte, supongo que esperando que algún turista quisiese hacerse una foto con él y conseguir algo de dinero con ello, lógico. Y claro, con la cámara en la mano no pude evitar fotografiarle en esa postura desentendida del mundo que tenía, lo que me llevó a entrar en las ruinas del edificio y descubrir a dos mujeres con sus trajes típicos (o más o menos) sentadas, espalda contra un muro. Más que sentadas diría que escondidas, apenas se las podía ver.

Pues bien, al acercarme, una de ellas me dijo que hiciese una foto. En ese momento me chocó bastante, desde que llegamos nos dijeron que a las mujeres no era muy conveniente hacerles fotos, y así se lo dije. Pero ella insistió en que no había problema, así que me apoyé contra una columna a fin de que no se me viese mucho tampoco mientras enfocaba y disparé tres veces mi cámara. Dada la dificultad para hacer fotos a las mujeres egipcias, pensé que lo justo sería pagarles algo por ello, pero al meter mi mano en el bolsillo a una de ellas pensé que le iban a saltar los ojos de sus cuencas, así que abandoné el movimiento, sujete la cámara con las dos manos y giré sobre mi mismo. ¿Qué vi? Poca cosa, un “hombrecito” me miraba fijamente mientras entre sus manos sujetaba un arma automática de asalto. Le saludé como quién no quiere la cosa y disimulé como pude sin dejar de hacer fotos a las ruinas. Por suerte se marchó medio convencido, les dí el dinero a las mujeres y salí de allí sin prisa… pero sin pausa. Alguno pensará que tampoco era nada, que no iba a pasar nada, pero cuando te enteras que a alguna de las personas del viaje casi le quitan la cámara tras comprobar las fotos que había hecho la idea cambia un poco, al menos la mía.

El caso es que tras la aventurilla, je, volvimos a coger una calesa que nos iba a llevar de vuelta al barco. Algo que lamenté bastante porque mientras volvíamos a recorrer la ciudad pude ver como los habitantes de la misma salían por todas partes, y se dirigían a sus tareas, supongo. Entre otras cosas, un mercado de comida, con puestos de fruta, verdura y demás que me hubiese gustado poder ver con calma, pero bueno, es lo que tiene ir como borreguitos en este tipo de viajes organizados, que todos balamos cuando tenemos que balar y punto.

Llegamos al barco, siguiente etapa de encierro, pero sin remedio, teníamos que llegar a Kom-Ombo y los dominios de Sobek.

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