Bye bye Kyoto... dejamos atrás la ciudad imperial, la vieja capital y tras mucho pensar hemos visto que no vamos a tener tiempo para ir hasta Koyasan, así que a Nara, otra de las antiguas capitales de Japón.
Con las mochilas en la espalda al final conseguimos colocarlas en unas taquillas al uso y salimos hacia la zona monumental. La calle está, como no, repleta de tiendas con todo tipo de recuerdos y acaba en la zona de las pagodas. Un pequeño lago, la pagoda de los tres pisos y la pagoda de los cinco pisos esperan tras unos escalones.
Una vez arriba, además de la pagoda hay varios edificios más, todos pertenecientes al mismo recinto en el que hay bastante gente cumpliendo con los rituales debidos, momento que aprovechamos para sacar alguna foto que otra, y como curiosidad, hay un montón de niños alimentando de sus propias manos a un grupo de ciervos. Y no es que sea casualidad, es que se han convertido en un reclamo turístico más. Varios grupos de estos rumiantes campan a sus anchas, eso si descornados todos ellos para evitar accidentes, mientras los turistas compran galletas para poder darles de comer, que eso si, como son así de civilizados a nadie se le ocurre darles otra cosa para comer.
El caso es que queda curioso ver como los ciervos van buscando las manos de la gente en busca de algo que llevarse a la boca.
Y mientras observábamos los ciervos, los templos y las pagodas nos encontramos de nuevo con Laura y Philippe, española y alemán con los que ya habíamos coincidido en Kyoto y con los que íbamos a pasar el resto del día en Nara.

Aunque está repleto de turistas se respira un ambiente de calma y tranquilidad en el interior del edificio que ayuda a que te olvides de todo ello y solo te centres en Buda o en lo que quiera creer cada uno.
Rodeamos la estatua viendo otras dos de los guardianes de los puntos cardinales (las otras dos se encuentran en la entrada del recinto) y varias cabezas más de estatuas destruidas en alguna de las guerras en las que el templo se vio involucrado en tiempos.

Y ya no tenemos tiempo para más. Aún tenemos que comer y viajar hasta Matsuyama y el camino no es que sea corto precisamente. Así que lo primero es comer, que como no somos pocos resulta divertido pedir para tantos después de preguntarle a la primera mujer que vimos pasar donde podíamos llevarnos algo a la boca. Arroz al curry (que no es japonés pero lo ponen por todas partes), tempura y alguna que otra cosa más para acompañar.
Y de aquí al tren, trasbordos incluidos hasta Matsuyama. Al menos en el viaje, como no teníamos cuatro asientos juntos, acabe sentado junto a una joven japonesa con la que pude ir conversando durante un tiempo. Divertido.
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